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Atletico de Madrid 1985 - 86 Camiseta de Fútbol Retro - Comprar En ... Las esperanzas que el valle de Maya había hecho concebir a Fajardo eran muy lisonjeras para que los riesgos pasados, los obstáculos presentes y los inconvenientes futuros pudiesen trastornar sus proyectos; constante en ellos y animado con la buena inteligencia que conservó siempre con él Guaymaquare, uno de aquellos caciques, volvió a salir tercera vez de la Margarita en 1560, y para evitar nuevos debates se dejó correr más a sotavento y desembarcó en Chuao, donde habiendo sido bien recibido de su amigo Guaymaquare le dio cuenta del designio que traía de reconocer todo el país que había de allí al valle de Maya. Cada uno de ellos cuenta una aventura. Y, de pronto, le ofrecen una silla. Silla donde se eterniza el cansancio del verano; silla que hace rueda con otras; silla que obliga al transeúnte a bajar a la calle, mientras que la señora exclama: «¡Pero, hija! ocupás toda la vereda». Alrededor del cuero en que don Rafo había extendido la «chuchería» se acuclillaron indolentes. Pero usté debe cogerlos porque el «zambaje» que tengo ta de pie, y no sirve pa náa.

Alicia, que nos alumbraba con una linterna, suplicó que esperásemos la salida del sol. Una expedición combinada de ingleses y holandeses contra la Guayana fue el primer acaecimiento del siglo XVII en la provincia de Venezuela. Estos primeros pasos hacia la propiedad legal en Venezuela fueron consecuencias de otros dados anteriormente en beneficio de los primitivos propietarios de su suelo. Al abandono en que la dejaba el retiro de Garci González a Caracas, se siguió la aparición del contagio devastador de las viruelas traído por primera vez a Venezuela en un navío portugués procedente de Guinea que arribó en 1580 a Caravalleda. ¬dos con la misma tijera, todos semejantes con sus casitas atorrantas, sus jardines con la palmera al centro y unos yuyos semiflorecidos que aro¬man como si la noche reventara por ellos el apasionamiento que encie¬rran las almas de la ciudad; almas que sólo saben el ritmo del tango y del «te quiero». Fulería poética, encanto misho, el estudio- de Bach o de Beethoven junto a un tango de Filiberto o de Mattos Rodríguez. Esto es el barrio porteño, barrio profundamente nuestro; barrio que todos, reos o inteligentes, llevamos metido en el tuétano como una bruje¬ría de encanto que no muere, que no morirá jamás.

Encanto mafioso, dulzura mistonga, ilusión baratieri, ¡ Si no, no se des¬mandan jamás. Usted dice: «No, no se molesten». Es agarradora, fina. Usted se sienta, y se está bien sentado, sobre todo si al lado se tiene una pebeta. La luna para arriba sobre los testuces rapa¬dos. Yo no sé qué tienen estos barrios porteños tan tristes en el día bajo el sol, y tan lindos cuando la luna los recorre oblicuamente. Y mi espíritu estaba colmado de indulgencia como el de Buda bajo la higuera, con la sola diferencia que yo le llevaba dos ventajas al Buda; y era que estaba tomando cerveza, y en vez de encontrarme bajo una higuera que da mala sombra me veía bajo un toldo flamante y multicolor. Yo, que venía de regreso de todas las voluptuosidades, ¿iba a injuriar el honor de un amigo, seduciendo a su esposa, que para mí no era más que una hembra, y una hembra vulgar? Usted leerá por curiosidad libros y libros y siempre lle¬gará a esa fatal palabra terminal: «Pero sí esto lo había pensado yo, ya».

Y una vez la silla allí, usted se sienta y sigue charlando. No fue nada eso, camisetas de futbol baratas sino lo que hizo una vez desvestido. Esto es todo y nada más. Para nada. ¿Qué harían con el dinero? Porque si usted pasaba, pasaba para verla, nada más; pero se detu¬vo. ¿No tendrá usted calor al hacer ejercicios con esa franela? Yo no sé si ustedes se han fijado el calor brutal que hacía ayer. Tuvieron ustedes la fortuna de que les robara una sola bestia. Les pare¬cerá absurdo, pero vean cómo fue. Usted se sentó y siguió charlando. ¿Qué quiere usted? -gruñí, cerrando las puertas. ¿Qué mal hay en hablar? ¿Qué quieres? -le dije. El juez hizo firmar a todos la consabida declaración y regresó esa misma tarde, custodiado por Barrera y su personal, y el occiso fue sepultado en una de aquellas excavaciones, bajo el mango grande, quizás encima de las tinajas de morrocotas, sin ponerle alpargatas nuevas, sin que le ajustaran las quijadas con un pañuelo, ni le rezaran el Santo Dios, ni le bailaran las nueve noches. Bajo un techo de estrellas, diez de la noche, la silla del barrio porte¬ño afirma una modalidad ciudadana.

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