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Tratas de engañarme a mí, que soy Dios. Chicos que parecen haber nacido por generación espontánea de entre los musgos de las casas-bancas, aparecen a la puerta de «entrada para empleados» de los depósitos de dinero. Ya ve usted; nada más que un problema: el dinero, la escasez de dinero. Cada año un nuevo hijo y siem¬pre más preocupaciones y siempre la misma pobreza; la misma escasez, la misma medida del dinero, el igual problema que existía en la casa de sus padres, se repite en la suya, pero mayor y más arduo. Me acordé del sueño de Makar, pensando que alguien in mente diría que no conocía yo los defectos de la gente que vive siempre en la penuria y en la pena. Ahora sabe usted el porqué de la cita, y lo que quiere decir el «sueño de Makar». Si uste no ha leído El sueño de Makar, de Vladimiro Korolenko, trate de leerlo.

Makar, el bruto, siente que una indignación se despierta en su pecho, y entonces, olvidándose que está en presencia de Dios, se enoja, y comienza a hablar; cuenta sus sacrificios, sus penas, sus privaciones. Y usted, con terror, siente que desde adentro le contesta una voz que estas mujeres no fueron nunca felices. No, sin vuelta de hoja; no hay día más triste que el sábado inglés ni que el empleado que en un sábado de éstos está buscando aún, a las doce de la noche, en una empresa que tiene siete millones de capital, ¡ Un buen día se ponen de novias, y no por eso dejan de trabajar, sino que el novio (también un muchacho que la yuga todo el día) cae a la noche a la casa a hacerle el amor. Lo importante es que no mueran atropeyaos los peones que velan en contorno de los encierros. No haga caso de los peones! El pensamiento de la riqueza se convirtió en esos días en mi dominante obsesión, y llegó a sugestionarme con tal poder, que ya me creía ricacho fastuoso, venido a los llanos para dar impulso a la actividad financiera.

La devoradora falange iba dejando fogatas en los llanos ennegrecidos, sobre cuerpos de animales achicharrados, y en toda la curva del horizonte los troncos de las palmeras ardían como cirios enormes. Mientras tanto, en el arrebol que abría su palio inconmensurable, dardeó el primer destello solar, y, lentamente, el astro, inmenso como una cúpula ante el asombro del toro y la fiera, rodó por las llanuras, enrojeciéndose antes de ascender al azul. Clarita, ebria, me apretaba la mano al descuido; el viejo, ebrio, tatareaba una canción obscena; mi rival, por encima de la luz temblorosa, me sonreía irónico; yo, semiinconsciente, repetía las «paradas». Flacas, angustiosas, sufridas. El polvo de arroz no alcanza a cubrir las gargantas donde se marcan los tendones; y todas caminan con el cuerpo inclinado a un costado: la costumbre de llevar el atado siempre del brazo opuesto: Y los bultos son macizos, pesados: dan la sensación de contener plomo: de tal manera tensionan la mano.

Digo que estas muchachas me dan lástima. Todos los días, a las cinco de la tarde, tropiezo con muchachas que vienen de buscar costura. Y planchan cantando un tango que aprendieron de memoria en El Alma que Canta; que esto, las novelas por entregas y alguna sección de biógrafo, es la única fiesta de las muchachas de que hablo. Luego inclina el «mate» sobre el Haber y firma un cheque, regocijado de su pros¬peridad y de no haberse esgunfiado nunca de ese tren de laburo, super vigo que co¬mienza a las cinco de la mañana y termina a las doce de la noche. Luego un fino sobre marrón; un encabezamiento: «Mar del Plata». Y como el amor no sirve para pagar la libreta del almacén, trabajan hasta tres días antes de casarse, y el casamiento no es un cambio de vida para la mujer de nuestro ambiente pobre, no; al contrario, es un aumento de trabajo, y a la semana de casados se puede ver a estas mujercitas sobre la máquina. Así hasta los catorce años.

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