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Y siendo Arlt no puedo ser Roberto Giusti, como me preguntaba un lector de Martínez, ni tampoco un anciano, como supone la simpática lectora que a los veinte años conoció a mis pa-dres, cuando yo «era muy pibe». Y no me preguntarían si soy Roberto Giusti, o ninguna lectora me escribiría, con mefistofélica sonrisa de máquina de escribir: «Ya sé quién es usted a través de su Arlt». Qué barbaridad habrá hecho ese antepasado ancestral para que lo llamaran Arlt! Cuando asistía a la escena, yo pensaba que Discépolo había vi¬vido en el arrabal, que lo había conocido de cerca, pues de otro modo no era posible ahondar la psicología apasionada de esas mujeres que, no teniendo nada en la vida, todo lo depositan en los hijos, adorándolos ra¬biosamente. Cuanto menos mujeres ha tratado un individuo, más celoso es. Generalmente las mujeres son menos celosas que los hombres. Y de su comunión con los hombres buenos y malos, y con las mujeres honestas y también con las que no lo eran. ¿Por qué todas las directoras serán «señoritas»? Ya en la escuela, donde para dicha mía me expulsaban a cada momento, mi apellido comenzaba por darle dolor de cabeza a las directoras y maestras.

Fiebre que se transforma en sucripciones en todas las oficinas; fiebre que se contagia a los hombres reposados y a los entendimientos fosiliza¬dos; fiebre que empieza en el botones más insignificante y termina, o cul¬mina, en el presidente de cualquier XX Company. Hay buenos muchachitos, con metejones de primera agua, que le amargan la vida a sus respectivas novias promoviendo tempestades de celos, que son realmente tormentas en vasos de agua, con lluvias de lágrimas y truenos de recriminaciones. Son ochenta pesos. ¿Saben ustedes los bultos, las canastas, las jornadas de dieciocho horas que éste trabajó para ganar ochenta pesos mensuales? Leído, desgraciadamente, mucho. Si hubiera un libro que enseñara, fíjese bien, si hubiera un libro que enseñara a formarse un concepto claro y amplio de la existencia, ese libro estaría en todas las manos, en todas las escuelas, en todas las universida¬des; no habría hogar que, en estante de honor, camisetas futbol baratas no tuviera ese libro que usted pide. Ahora bien, en tiempos de crisis, ustedes saben perfectamente que los señores y señoras que tienen depósitos en instituciones bancarias, se precipitan a retirar sus depósitos, poseídos de la locura del pánico.

No tiene importancia. Uno se equivoca cuando tiene que equivocarse. Se me ocurre que Carlitos Cha¬plín nació de la conjunción de dos miradas así. La Victoria pasó rápidamente de un mezquino pueblo formado por los indios, los misioneros y los españoles, que se dispersaron en las minas de los Teques, a la amena consistencia que tiene actualmente: Maracay, que apenas podía aspirar ahora cuarenta años a la calificación de aldea, goza hoy todas las apariencias y todas las ventajas de un pueblo agricultor, y sus inmediaciones anuncian desde muy lejos al viajero el genio activo de sus habitantes. Y me quedé pensando, porque más de una vez, recorriendo las calles, me detuve, perplejo, ante un portal, mirando un sujeto que casi siempre tenía con¬dición israelita, y que con un tubo negro en un ojo, remendaba relojes como quien echa medias suelas a un botín. Y los líos que suscitaba mi apellido, cuando yo era un párvulo angelical, se producen ahora que tengo barbas y «veintiocho septiembres», como dice la que sabe quién soy yo «a través de su Arlt». Cierto es que preferiría llamarme Pierpont Morgan o Henry Ford o Edison o cualquier otro «eso», de esos; pero en la material imposibilidad de transformarme a mi gusto, opto por acostumbrarme a mi apellido y cavilar, a veces, quién fue el primer Arlt de una aldea de Germanía o de Prusia, y me digo: ¡

¿Cómo se escribe «eso»? El maestro, examinándome, de mal talante, al llegar en la lista a mi nombre, decía: -Oiga usted, ¿cómo se pronuncia «eso»? Eso sí; a mí me parece lógico que ustedes protesten. Ahora bien: para conocer el mecanismo psicológico de la mujer, hay que tratar a muchas, y no elegir precisamente a las ingenuas para enamorarse, sino a las «vivas», las astutas y las desvergonzadas, porque ellas son fuente de enseñanzas maravillosas para un hombre sin experiencia, y le enseñan (involuntariamente, por supuesto) los mil resortes y engranajes de que «puede» componerse el alma femenina. Estas monedas son de usted. Y si son inteligentes, aun cuando sean celosas, se cuidan muy bien de descubrir tal sentimiento, porque saben que la exposición de semejante debilidad las entrega atadas de pies y manos al fulano que les sorbió el seso. Se imagina que la suma de felicidad que ella suscita en él, puede proporcionársela a otro hombre; y entonces Fulano se toma la cabeza, espantado al pensar que toda «su» felicidad, está depositada en esa mujer, igual que en un banco.

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